Onígrafo #1: Influencia
El pequeño error de cálculo que en ese momento le costó la vida, y el otro, el grande, el que arruinó tantas otras y que estaba a punto de cometer hoy.
La muerte de Sugumar será instantánea.
No tendrá tiempo para sentir miedo ni dolor, pero tendrá un par de segundos para verla venir y sabrá que es inevitable. Lo último que le pasará por la mente será un insulto dirigido a sí mismo, culpándose por sus errores. El pequeño error de cálculo que en ese momento le costó la vida, y el otro, el grande, el que arruinó tantas otras y que estaba a punto de cometer hoy.
No era un día normal. Debería haber estado reunido con sus ejecutivos de ventas para analizar proyecciones para el nuevo año y considerar incrementar los precios. Pero esa reunión había sido planeada tres meses atrás y en ese tiempo toda la industria había dado un giro. La de hoy era una reunión de emergencia con todo el alto mando.
Sugumar estaba en su oficina, consumido en sus monitores chequeando y rechequeando la presentación que tenía preparada. No era más que una colección de tablas y gráficos que apuntaban, sin lugar a duda, al colapso de la compañía. Era el fin. En cuestión de seis meses tendría que recortar el personal a la mitad, y para final de año estarían en bancarrota. Eso es, a menos que alguien hiciera algo al respecto. Y ese alguien, por supuesto, sólo podía ser él.
Revisó su reloj de pulsera, una pieza de lujo que le había costado trescientos mil dólares. Eran las diez y tres minutos, lo estaban esperando. Se quitó el reloj y lo guardó bajo llave en la gaveta de su escritorio pensando que pronto tendría que venderlo.
Caminó a paso rápido hacia la sala de conferencias, sintiendo que se le aceleraba el pulso con cada paso. Hablar en público nunca había sido lo suyo.
En efecto, todos lo esperaban. Los jefes de cada departamento y la junta directiva. Algunos en el monitor asistían a la reunión por videoconferencia, pero la mayoría estaban presentes, de pie, alrededor de una mesa alta. Esa había sido idea suya: quitar las sillas para agilizar las reuniones.
—Buenas tardes, gracias por venir y disculpen la tardanza —dijo Sugumar mientras tomaba su lugar a la cabeza de la mesa y conectaba su computadora portátil al proyector.
—Vamos al grano Sugu, ¿qué tan mal está la situación? —preguntó Rudiger.
Rudiger morirá en octubre, quince veces más rico de lo que era ese día. Oficialmente la causa de muerte sería un fallo cardíaco, pero el infarto sería una consecuencia directa de las drogas en su organismo, que a la vez serían consecuencia directa de la depresión que escondía. Depresión provocada, aunque indirectamente, por las decisiones que se tomaron este día, en esta reunión.
—Mal. Muy mal. —comenzó Sugumar—. No, perdón, no debería adornar las cosas. Estar mal sería manejable. Estamos fatal, terrible. Estamos en caída libre, sin paracaídas, sobre un volcán en erupción.
Rudiger gruñó y cruzó los brazos. Frank sonrió y guardó en su bolsillo el lapicero con el que había estado jugando. Él morirá a los ochenta y cinco años después de una larga batalla contra una enfermedad crónica, en paz absoluta y acompañado de sus hijas.
—Bueno, nada que hacer. Lo disfrutamos mientras duró, pero los tiempos cambian.
Dicho esto se apartó de la mesa, se despidió de todos con una mano y caminó hacia la puerta.
—¡Frank, espere! —alegó Sugumar.
Frank se detuvo y lo miró a los ojos, pero Sugumar no tenía argumentos. Frank sonrió de nuevo. Era una sonrisa ofensiva que lo hizo sentirse como si fuera un muchacho hablando de cosas que no entiende. Luego se dio media vuelta y salió por la puerta. Pasarían años antes de que alguno de ellos lo viera otra vez.
El siguiente argumento vino de una de las caras proyectadas en la pared. Viola, a quien llamaban la Reina Targaryen a sus espaldas. Ella lo sabía, claro. Ambas cosas habían sido su idea: el apodo y la costumbre de que solo lo usaran a sus espaldas. Sus últimas palabras serían incomprensibles. Súplicas desesperadas por misericordia a los dos adolescentes que la apuñalaron para robarle el teléfono.
—Explíqueme inmediatamente cómo pudo permitir que pasáramos de ser la red social número uno en el planeta a ser la última.
—No somos la última —se defendió Sugumar—. De hecho, somos la segunda, el problema es que SereneSocial ha capturado el ochenta porciento del mercado y está en rumbo a capturar el resto.
—Eso no es una explicación —le ladró ella, cruzada de brazos.
Sugumar sintió el cuello y la cara calientes. Estaba empezando a sudar.
—Tienen un mejor modelo de negocios —explicó con una voz quebrada. Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo—. Tienen un mejor modelo de negocios, uno que conectó perfectamente con los valores de la generación beta. Ellos atrajeron a sus amigos y sus amigos a sus amigos y la reacción en cadena fue imparable.
—Se hizo viral —dijo Viola.
Una mujer frustrada golpeó la mesa con ambas manos.
—¿Viral? Ese tipo de frases anticuadas… esa mentalidad es lo que nos tiene donde estamos. La expansión de SereneSocial no fue un virus, fue una reacción nuclear.
Estas eran las palabras de Tatiana, directora de ingeniería y diseño. Ella pasaría sus últimos minutos en un avión en llamas, tomada de la mano de su esposa. Su última conversación será así:
—Te amo —le dice Cecile.
—Me cogí a Rudiger —le contesta ella, justo antes de estrellarse contra el mar.
Por ahora, años antes de todo esto, Tatiana no hacía ningún esfuerzo por contener su frustración.
—Pero aún así los teníamos, no entiendo. Los teníamos. Cuánto hemos invertido en ingenieros y psicólogos y sociólogos. Teníamos la combinación perfecta de algoritmos y experiencia de usuario jamás creada. Teníamos cautiva la atención de millardos. Trillones de horas de gente en todos los rincones del mundo poniendo atención a nuestra aplicación. El equilibrio que alcanzamos entre contenido y publicidad era perfecto… ¡Es perfecto! No entiendo cómo pasó esto.
—Lo que pasó es que ese modelo está obsoleto —respondió Sugumar—. La gente ya no quiere estar todo el día con la clara clavada en el teléfono, ya se dieron cuenta que ese comportamiento les roba el tiempo y los deja ansiosos y deprimidos y…
—¡Imposible! —gritó, ella interrumpiendo—. Lo diseñamos para que los efectos negativos fueran imperceptibles.
—En realidad no. Lo diseñamos para que los efectos desaparezcan solo mientras se siga usando la aplicación.
—Exacto, eso dije.
—Bueno, el asunto es que SereneSocial no tiene nada de eso. La gente paga una suscripción así que no hay algoritmos, no hay necesidad de cautivar la atención ni de crear adicción. Es una red social para estar en contacto con amigos y punto, no es para comprar nada, ni ver propaganda, ni seguir a influencers, ni nada. De hecho, para conectar con alguien es necesario conocerse en persona, requiere que ambos teléfonos estén físicamente en contacto. En otras palabras, es menos opciones por dos dólares al año. Y a la gente le encanta.
—¿No hay influencers?
—No. La aplicación impone un límite máximo de mil seguidores. —dijo Sugumar, antes de cerrar su laptop. No habría necesidad de ninguna presentación.
—¿Mil? —dijo Tatiana, incrédula— Mil no es nada. ¿Por qué a la gente le gusta esto?
—¿Usted conoce a más de mil personas?
Tatiana solo levantó los hombros, evidenciando que ese no era el punto.
—Nadie conoce a mil personas con las que quiera hablar. Considerando sus objetivo, creo que limitar los seguidores es de las mejores decisiones en su diseño.
Tatiana pone los codos sobre la mesa y las manos sobre su cabeza.
—¿Dos dólares al mes?
—Al año.
—No es nada. ¿Cuanto les puede estar entrando cinco o seis millardos al año?
—Eso es cinco millardos más de lo que nos va a entrar a nosotros. —dijo Sugumar mientras trataba de encontrar un lugar apropiado para poner sus manos. Luego vio que en realidad a nadie le importaba su lenguaje corporal, nadie le estaba poniendo atención. La actitud del grupo había cambiado. El enojo inicial había sido reemplazado por algo diferente. Resignación, tal vez.
—¿Y qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Rudiger.
Sugumar suspiró.
—Ese es el primer y único punto en la agenda. ¿Qué hacemos?
—Pivotar, obviamente —dijo Viola—. Podemos copiar su modelo, empezamos a cobrar suscripción.
—No va a funcionar —dijo Josefina, la más jóven del grupo—. Ya no somos lo más nuevo y brillante. Nadie va regresar solo porque empecemos a cobrarles.
Seis meses después del lanzamiento del nuevo producto, Josefina dejará la compañía, y la civilización, para internarse a vivir en un cabaña en las profundidades de los bosques de Canadá. Morirá de hipotermia una mañana de invierno, abrazada de su gato.
—¿Y luego cuando nadie pague? ¿Cerramos mil millones de cuentas? —preguntó Tatiana sarcásticamente.
—¿Que no es que ya no teníamos usuarios? —gritó Viola.
—Lo que no tenemos son usuarios activos. La gente no cierra sus cuentas, solo las abandona —le explicó Rudiger.
—Creo que deberíamos rendirnos —dijo Horacio, el director financiero—. Los únicos con algún incentivo para volver son los influencers. Ni siquiera todos, tal vez solo el diez por ciento. Sin embargo, a falta de una audiencia, el incentivo no existe.
Horacio morirá atropellado por un camión mientras pasea a su perro salchicha. Intenta cruzar una calle sin fijarse antes, porque tanto él como el conductor del camión le estaban dando su concentración total a sus respectivos teléfonos. Sus últimos momentos los pasará con el cachete contra el pavimento. Su perro lamiendo la sangre que le salía de la nariz, y su mano todavía aferrada al teléfono, con los ojos firmes en la pantalla mientras su pulgar desplazaba las imágenes hacia arriba para ver solo un poquito más. Un poquito más, antes de la oscuridad.
—Eso es —dijo Sugumar, en un momento de inspiración.
Todos guardaron silencio esperando a entender de qué estaba hablando. Sugumar pensó que la idea había llegado por sí sola a la sala de reuniones, que era evidente para todos, pero no. Solo él la veía, tendría que explicarles.
—Influencers. Eso es lo que nuestros usuarios realmente quieren. Todos quieren ser influencers.
—No, lo que quieren es conectar con sus amigos, pregúntele a SereneSocial —dijo Josefina apoyando su cabeza sobre una mano.
—¡No! —gritó Sugumar, incapaz de contener su emoción—. Conectar con amigos es un premio de consolación, nadie necesita una aplicación para eso. El que realmente quiera conectar con alguien solo necesita teléfono común y corriente y eso se inventó hace doscientos años.
Hizo una pausa esperando protestas.
—Continúe —lo animó Viola.
—Lo que nuestros usuarios quieren no es “conectar con sus amigos”. Quieren que sus amigos conecten con ellos. No quieren saber cómo están los demás, quieren que los demás sepan cómo están ellos.
—Quieren ser influencers, duh. —dice Tatiana, mirándolo como si fuera estúpido—. Pero por cada usuario que sea influencer se necesitan cien mil que sean seguidores.
—¿Quien dice? —responde Sugumar con una sonrisa de oreja a oreja.
—Dice la lógica, la matemática.
—Ah, pero solo si esos cien mil seguidores son humanos.
—¿Humanos? ¿En lugar de qué? —dijo Tatiana intrigada.
—Números. Números y chatbots. —explicó Sugumar, como si fuera lo más natural del mundo—. Este es el pitch: cambiamos el nombre, el logo, el look, será una nueva plataforma. El que abra una cuenta va a ser un influencer desde el día uno.
—Pero sería un influencer falso, fabricado. —alegó Tatiana.
—Tal vez, pero a quien le va a importar eso cuando tenga corazones en todas sus fotos y comentarios en todas sus publicaciones —insistió—. Si hay una cosa que la gente adora es leer sobre ellos mismos y eso es lo que les vamos a dar. En comentarios, en mensajes privados, en artículos de periódicos, podcasts enteros donde ellos son los invitados estrella, todo generado automáticamente por inteligencia artificial. Este es el lugar en internet donde ellos son el alfa y el omega. Es el rincón del universo donde no hay nada más importante ni más fascinante que ellos mismos y su opinión sobre la serie más nueva y la foto de su desayuno
—Pero no es real. —dice Josefina, indignada.
—Quién dice qué es real y qué no es real. ¿Cual es la diferencia entre un like real y uno inventado? Ambos generan la misma dopamina.
—¿Y la gente va a pagar por eso? —pregunta Rudiger inclinándose hacia adelante.
—Se va a sentir falso si tienen que pagar. —insiste Josefina.
—No tienen que pagar. No va a ser una suscripción, va a ser publicidad, igual que ahora.
—Claro, los influencers son una de las demos más enganchadas. Los usuarios que más horas pasan pegados. —agregó Tatiana.
Sugumar notó que Tatiana ya estaba de su lado. Rudiger también, pero donde Rudiger veía solo un salvavidas para mantenerse a flote, Tatiana podía ver el cohete que estaba a punto de despegar.
—Podemos ofrecer patrocinios a estos influencers. Una muestra gratis de un producto a cambio de recomendarlo a su audiencia.
—Pero la audiencia es falsa, no tiene sentido —dijo Viola.
—Tiene todo el sentido —dijo Josefina con los ojos alerta y las ideas en marcha—. Qué mejor publicidad que convencer a un posible cliente de que repita en voz alta todas las bondades del producto.
—Podríamos generar un formato de podcast que sea un panel semanal, con otros influencers, moderado por un anfitrión generado por un modelo de lenguaje, así cada uno habla de sí mismo y se recomiendan productos entre ellos.
—Podría funcionar —dice Viola—. ¿Podría funcionar?
—Depende. ¿Podemos implementar esto antes de quedarnos sin plata? —pregunta Sugumar.
—Puedo tener un prototipo para fin de mes —responde Tatiana con confianza.
Al finalizar la reunión, todos felicitaron a Sugumar. Los que estaban presentes le estrecharon la mano. Había salvado la compañía y con ella decenas de miles de puestos de trabajo. Más importante aún, había salvado su estilo de vida y el de todos en esa sala de reuniones.
Se quedó ahí hasta que todos se fueron. Al salir, sintió como el ambiente que antes parecía fúnebre ahora vibraba con susurros y expectativa. Su idea estaba comenzando a tomar forma, su gente estaba preparándose para construirla. Lo sintió en el estómago. Un dolor retorcido que presagiaba su arrepentimiento.
Sugumar regresó a su oficina, abrió la gaveta en su escritorio y sacó su reloj. Lo admiró por unos segundos y luego se lo volvió a poner en la muñeca. Después de eso sacó su teléfono y lo sostuvo sobre la papelera. Pensó que sería inteligente hacer un respaldo antes de botarlo, pero un respaldo de ese tipo sería solo para trasladar todo a un teléfono nuevo. No quería un teléfono nuevo. Abrió la mano y lo dejó caer.
La idea que nació ese día fue un triunfo absoluto. La compañía no solo sobrevivió sino que resurgió para conquistar la industria y convertir a sus líderes en los mercaderes indiscutibles de atención humana. SereneSocial pasó de moda y eventualmente terminó en el olvido.
Sugumar intentó vivir sin teléfono, pero el plan no le duró ni un mes. Se rehúso a descargar la aplicación, su propia aplicación, tanto tiempo como pudo. Pero el llamado era irresistible. Su vida se acabó varios años después. Un accidente de tránsito mientras manejaba en la autopista. Era muy difícil, en ese entonces, concentrarse en cosas fuera de los límites de ese pequeño rectángulo negro.
Tristemente convincente. La humanidad parece condenada a viajar cada vez más rápido hacia ese fatal egocentrismo digital. Cada vez tenemos más herramientas a disposición para conectarnos y cada vez parecemos más desconectados de todo, o al menos de lo importante.
Me gustaron los saltos temporales describiendo las muertes futuras.
Saludos!