Onígrafo #5: La verdad acerca de Carlos Kent
Lo primero que noté fue la música: Janis Joplin interpretada por unos parlantes baratos y un puño de marihuana picada con tijeritas de uñas sobre un libro de Dostoievski.
VIENA, AUSTRIA.
Mi investigación me ha traído hasta el Café Hawelka, un lugar oscuro y con olor a libro viejo a la vuelta de la esquina de la Catedral de San Esteban. El lugar es famoso porque lo frecuentaban autores y artistas de renombre, fue fundado hace más de cien años y juraría que la decoración no ha cambiado desde el día de su inauguración. Todo es color madera, las paredes cubiertas de arte, lámparas de luz cálida mantienen una atmósfera acogedora para el puñado de clientes que hay a esta hora de la mañana. Donde yo estoy, en una esquina al lado de la ventana, la luz es diferente. Es esa luz fría y plana del invierno europeo, cuando el cielo está tapado de gris. Esta misma esquina era el campo favorito de Andy Warhol (según dice la guía que compré en el aeropuerto), y aquí es dónde me encuentro con Ana María, una mujer que, si su historia es cierta, ha tenido una influencia sobre el mundo que opaca la de Warhol, o la de cualquiera de los famosos comensales de este café. Me atrevería a decir, una influencia que va más allá de la que haya tenido cualquier otro habitante pasado o presente, de esta ilustre ciudad. Ana María, por supuesto, es un nombre falso. La historia que me ha prometido es la respuesta a uno de los misterios más grandes de la era moderna: ¿Qué es El Fermín? ¿Cuál es su origen, cuál es la naturaleza de sus motivaciones? Su historia es la historia de cómo el mundo llegó a esto. Algunos lo llaman una dictadura divina, otros una época dorada. Si lo que ella dice es cierto, entonces no tendría entre mis manos la historia del siglo, sino la historia más importante de nuestra civilización. El problema es que eso no es todo lo que dice. Ella también dice que sabe exactamente cómo y cuándo todo esto va a terminar, lo que tristemente convierte mi historia del siglo en una profecía del fin del mundo. Mi reportaje profesional en una teoría de conspiración.
Nos presentamos (es la primera vez que nos vemos en persona), ella pone su abrigo en un perchero junto al mío y me pregunta sobre el viaje, comentamos sobre el clima de Viena y el de San José, y poco después comenzamos con la entrevista. Aunque no sin antes ordenar para cada uno un mélange, que es otra forma de decir un café con leche.
Me gustaría comenzar por el día del primer ultimátum. Su primera aparición, cuando la gente decía que era el diablo. O que era Dios. Millones de personas todavía creen eso. Que el Fermín es Dios. No hay menos de cuarenta sectas religiosas construidas a su alrededor, incluso las religiones tradicionales han tenido que adaptarse de una u otra forma. Así que me gustaría comenzar por ahí, el día del primer ultimátum, el 30 de febrero de 2007. ¿Qué me puede decir sobre ese día?
ANA: No, no. La historia no comienza ahí. Y usted está ya poniendo esto en un contexto religioso, que no es lo correcto. Hay miles que dicen hablar en nombre de Dios. Yo no soy una de esas. No estamos hablando de religión, estamos hablando del Fermín. De Carlos. Ese es su verdadero nombre. Carlos Kent. Por eso esta historia comienza antes. Pero importante, antes que cualquier otra cosa, es que usted sepa por qué quiero contar esta historia. Por qué ahora, después de tantos años. Estoy segura de que usted como reportero entiende el riesgo personal que significa para mí. No solo eso, el riesgo que significa para el planeta a nivel político.
Al teléfono, usted dijo que la razón era muy clara. Que no era para tomar crédito, ni para vanagloriarse. Que era por él, por el Fermín.
ANA: Por Carlos, sí. Porque él se merece que la gente sepa quién es. Esta historia comienza con él. Un estudiante en la Universidad de Costa Rica, igual que yo. Lo conocí en el 2004, en el segundo semestre de mi primer año como estudiante de ingeniería. Él estudiaba química. Éramos compañeros de laboratorio en Laboratorio de Química II. Siempre me pedía los reportes para copiarlos. Carlos estaba en su tercer año. Lo que significaba que él había perdido más de un curso, y que Química I era probablemente uno de ellos, al menos un par de veces.
El decía que no, que Química I uno lo perdió solo una vez. Lo que lo atrasó fue Cálculo I. Le tocó con El Tigre de profesor. No, perdón… El Tigre era profe de física. No recuerdo cómo se llamaba este profe de cálculo. Arroyo o Araya, pero tenía uno de esos apodos que dejaban claro desde el primer día que solo uno de cada diez estudiantes iba a pasar el curso. Tenía el pelo largo y usaba corbatas de Mickey Mouse. Siempre hablaba de su mamá, lo recuerdo. En fin, Cálculo I era requisito de Química II. ¿Necesario? No. Pero así era la lógica de esa universidad en esos tiempos. Yo le pregunté por qué había decidido estudiar química. Recuerdo su respuesta verbatim: “Yo jamás habría estudiado química. La decisión la tomó un güila de diecisiete, al final del colegio, cuando le dijeron que venía el examen de admisión y tenía que escoger algo. Que a medicina nunca iba a entrar, ni a ingeniería tampoco. Que me fijara en los cortes de admisión y no escogiera nada demasiado alto” Así era él, jocoso, honesto, siempre haciendo chistes a costas de sí mismo.
Carlos era de San José. Y si usted también fue a la UCR, recordará esto, pero todos los de San José generalmente ya se conocían. Tenían sus grupos de amigos, o los amigos de sus amigos. Esos grupos eran generalmente bastante cerrados. Yo no era de Chepe, grupo de amigos no tenía, y como todos los que estábamos al margen estábamos en las mismas se formaban estos grupos de gente de las provincias. Mis amigos eran unos de PZ, unos de Guápiles, otros, como yo, de Puntarenas. Carlos terminó metido ahí también, en una de esas sesiones de estudio de toda la noche antes del examen final, despiertos a las tres de la mañana con sobredosis de cafeína tratando de memorizar y de entender. Tratando de ver qué tan pequeño puede escribir uno para meter forros dentro del plástico transparente de esos lapiceros bic, arroyado alrededor del tubo de tinta. Lo peor es que haciendo el forro era como yo mejor memorizaba así que a la hora del examen lo que tenía en el forro era lo que ya me sabía.
Uno de los mejores sentimientos en esos tiempos, eran esos días de examen final. No el examen, claro, si no el momento después. Salir de esos edificios viejos a las diez de la mañana después de tres horas de estrés y de esfuerzo mental. El sol en la cara, la mente libre para olvidarlo todo, el cuerpo exhausto por la falta de sueño acumulada durante las últimas semanas. Y la seguridad de que pase lo que pase, si fue bien o fue mal, al menos ahora había un mes o tres de vacaciones. En este caso era diciembre, final de año. Serían tres meses, y nos fuimos todos juntos a tomarnos unas birras antes del almuerzo.
Yo no me quedé mucho rato. Me fui cuando el grupo decidió irse a buscar un lugar con mejor chifrijo y cerveza más barata. Lo que pasó esa noche, solo Carlos lo puede saber, y él siempre dijo que no tenía idea. Que no se acordaba.
Yo regresé a mi casa. A la casa de mis papás, quiero decir, a Puntarenas. No tenía intención de volver a San José hasta que las clases reiniciaran en marzo. Y aquí es donde tengo que hacer un paréntesis porque hay dos cosas que es necesario entender, antes de hablar de las consecuencias de esa noche.
Lo primero, es que… pues, yo le gustaba a Carlos. No había duda. No habría dicho en ese momento que él estaba enamorado de mí, eso sería exagerar, o sería una posición muy arrogante de mi parte, tal vez. Tal vez no. Con el tiempo, era absolutamente claro que ese era el caso. Que yo me convertí en el centro de su atención y él, de una forma muy diferente, en el centro de la mía. Carlos era tímido. Él nunca me dijo “me gustás”. Nunca me invitó a una cita, nunca me pidió un beso, ni trató de tomarme la mano. Fuimos juntos al cine una sola vez, solo él y yo. Vimos La Isla con Scarlett Johansson y al terminar, la comentamos por un rato mientras esperábamos el bus, y luego cada uno se fue para su casa y eso fue. Él era como un niño en ese sentido, todavía no un hombre. Me hacía reír, era amable y gentil. Me ayudaba y se aseguraba que en su presencia yo siempre pasara un buen rato y siempre me sintiera cómoda y apreciada y escuchada. Pero de ahí no pasaba, y aunque yo sabía que él se moría de ganas de dar el siguiente paso, nunca le ayudé, nunca traté de presentarle una oportunidad. Pretendí que en mi mente él solo estaba siendo amigable. Pretendí no ver esas intenciones que eran transparentes en su cara. No quise alentarlo porque aunque lo apreciaba como amigo, nunca lo quise como nada más que eso. No quería lastimarlo tampoco. Lo que asumí es que cuando yo tuviera un novio —en ese momento no tenía—, el dejaría de verme con esos ojos. Su corazón se rompería un poquito, sí, pero no tendría que hacerlo yo. No directamente.
En fin, esa es una cosa. La más importante, tal vez. La otra es que él tenía otro grupo de amigos que no se mezclaba con el grupo que habíamos hecho en el curso de química. Carlos nunca hablaba de ellos, pero con el tiempo me di cuenta que, de hecho, estos eran sus mejores amigos. Era un grupo medio ecléctico, medio no. La mayoría se habían conocido desde niños (incluido Carlos) porque todos vivían en el mismo barrio cuando tenían diez años. Otros se habían unido al grupo más tarde. Y pasaba lo que pasa en este tipo de grupos. Se hicieron amigos porque vivían en el mismo lugar, no porque sus intereses fueran los mismos o sus personalidades complementarias. Y sin embargo, todos era muy abiertos, absorbían los intereses de los demás sin reemplazar los propios y por eso el resultado era algo tan particular.
Dos de los miembros de este grupo alquilaban un apartamento que estaba muy cerca de la universidad y por eso ese lugar se convirtió en el epicentro de esto que eventualmente comenzamos a llamar “El Congreso” en honor a la historia de Borges del mismo nombre.
Necesito una pausa y recapitular brevemente, solo para asegurarme de no estar delirando. Estamos hablando del Fermín. Esta, entidad, por ponerlo de alguna forma, alrededor de la cual gira la geopolítica global desde hace más de dos décadas.
Sí, de eso mismo estamos hablando.
¿Y usted me está diciendo que el Fermín es— o era… me está diciendo que era un compañero suyo de la U que se llama Carlos? Obviamente, su forma es humanoide. Que él alguna vez haya sido humano es una teoría vieja, pero usted no solo me está diciendo que esa teoría es cierta, sino que, más allá de eso, que conoce su nombre y apellido, su grupo de amigos, que él estaba enamorado de usted.
¿Cómo resumiría usted el día el ultimátum? Si tuviera que ponerlo en dos oraciones, con la perspectiva del presente, ¿qué pasó ese día?
Lo que pasó ese día fue que un demonio se apareció simultáneamente a cada jefe de estado alrededor del mundo y les dio un ultimátum. Tres días para desmantelar sus ejércitos. Tres meses para su arsenal nuclear. Tres años para eliminar todas las armas de fuego en sus países. De lo contrario, el jefe de estado iba a morir.
Hay dos problemas con su resumen. El primero es que lo describe como un demonio. Su apariencia es terrible, eso es innegable, una piel que parece hecha de piedras de granito pegadas una contra otra y que dejan escapar sangre negra y humeante por entre cada grieta. Lo que pasa es que un demonio promueve el mal. En este caso, concedo que sí, al pasar tres días fueron muchos los presidentes muertos. Pero los vicepresidentes fueron más despabilados, y entonces ¿qué pasó? Se acabaron los ejércitos. Eventualmente se acabó la amenaza nuclear. Las armas de fuego son un tabú del pasado, no existe ya ni siquiera una industria que las produzca. Eso no me suena a las acciones de un demonio. Más bien a las de un superhéroe.
El otro problema con su resumen es que usted dice que este demonio, este Fermín como lo empezaron a llamar eventualmente, dio este ultimátum, como si él mismo lo hubiera dicho. Ese es el segundo error porque él no puede hablar. El ultimátum Carlos lo entregó como un mensaje textual tallado sobre piedras de mármol. Dramático, sí, incluso bíblico. Pero no había otra opción. Su poder tiene límites, por ejemplo, no puede sostener una hoja de papel en la mano sin que esta coja fuego y se desintegre. Y ahí está el problema de todo este asunto. La razón por la que estamos reunidos. Hágame la pregunta, usted sabe cuál.
¿Quién escribió el mensaje?
Como estaba diciendo, Carlos tenía este otro grupo de amigos del que nunca me habló. La razón era simple. Para ellos, Carlos era el idiota del grupo. Lo querían, claro. Lo estimaban y lo respetaban, pero no era un secreto que Carlos era el tonto y el payaso. El que no opinaba cuando hablaban de política o de filosofía, el que no podía seguir los juegos de mesa más complejos, el que nunca comentaba acerca de lo que estaban leyendo.
Déjeme contarle acerca de la primera vez que yo entré a ese apartamento, ese epicentro de El Congreso, como lo llamé antes. Incluso antes de abrir la puerta, me llegaba el olor a tabaco. Al entrar, lo primero que noté fue la música. Janis Joplin interpretada por unos parlantes baratos conectados a una laptop decrépita. Por un lado en una mesa, un juego de Magic que nadie terminó, vasos a medio palo de ron y coca sin gas. Ceniceros en cada sillón, un puño de marihuana picada con tijeritas de uñas sobre El Idiota de Dostoievski. La tele corría sola mostrando el final de una partida de Mario Kart. Y al fondo en un balcón que daba al patio, cuatro de los amigos se morían de risa mientras escuchaban al quinto leer en voz alta de un libro de Schopenhauer, en el cual, en unas notas al pie de página, el filósofo revelaba su extremo racismo en contra de los franceses. Obviamente estaban todos pegados, pero no por eso la situación era menos surreal.
Este lugar que al principio me horrorizó, eventualmente llegó a parecerme mágico. Era un lugar donde se podía hablar de grandes ideas y de conceptos profundos, sin que nadie se tomara a sí mismo demasiado en serio, sin que nadie juzgara o quisiera pretender ser más que los demás, y lo más importante, donde todos entendían cualquier referencia inusual, fuera que habláramos de la discografía de Bowie, las teorías de lo ocurrido en el paso Dyatlov, o las técnicas para ensoñar que Don Juan le enseñó a Castañeda.
Suena estúpido, pero en medio del caos de este lugar, entre el ruido del Nintendo y el alcohol y la música, atendiendo a dealers que llegaban a hacer entregas a domicilio y sin perder el hilo de la perpetua conversación, en medio de todo eso, esta gente también estudiaba. Era casi contradictorio, pasar con ellos las madrugadas con los ojos rojos y hablando de hoyos negros, mientras uno de ellos leía su texto de psicoanálisis y otros dos se turnaban para resolver una tarea de ecuaciones diferenciales.
Fue con ellos que Carlos pasó esa noche, después del examen. Se emborracharon y eventualmente se metieron ilegalmente al Parque del Este a fumar. A las seis de la mañana, de vuelta en el apartamento, todavía despiertos y comenzando a recuperar la sobriedad se dieron cuenta que habían perdido a Carlos. Regresaron al Parque del Este (a las nueve, cuando abría) y lo encontraron acostado en el zacate con los ojos abiertos, viendo hacia el cielo. Decía que escuchaba chicharras, pero era él único, el resto de los presentes aseguró que no había más que silencio. Luego se dieron cuenta de que la ropa que tenía puesta no era suya. Nadie la reconocía, nadie tenía idea de dónde había salido o dónde estaba la ropa con la que Carlos salió esa noche. La última parte de este misterio es que su cuerpo estaba caliente. Su piel se sentía como la de alguien que tiene una fiebre de cuarenta grados, aunque él decía no sentirse enfermo. Lo que sea que pasó esa noche, nunca lo sabremos. Conocemos solo las consecuencias.
Pasaron un par de días y su temperatura no cambió, fue al doctor, le dieron medicinas y nada cambió. Lo mandaron a hacer una prueba de sangre, pero las enfermeras fueron incapaces de perforar su piel con la jeringa. Después de una hora de intentos fallidos y veinte agujas rotas, lo mandaron para la casa.
Dos semanas después, Carlos me llamó rogándome que viniera a San José a verlo. Que era importante, una emergencia. Que me necesitaba.
Me contó lo sucedido, al menos tanto como él sabía, que es lo mismo que ya le conté. Quería ayuda, sonaba desesperado y no sabía qué hacer. Yo al inicio no entendí el problema. Sí, su temperatura corporal era más alta, ¿y qué? Sin embargo, él tenía miedo. Sentía que su cuerpo estaba cambiando. Lo que para mí parecía algo insignificante, para él se sentía ominoso.
Me contó el asunto con la aguja, que no le pudieron sacar sangre. Luego me dijo que la cosa iba más allá. El problema no eran las agujas. Él mismo intentó perforar su propia piel y le fue imposible. Trató y trató y se dio cuenta de que no podía hacerse daño a sí mismo. En sus propias palabras: se había vuelto completamente invulnerable.
¿Ha considerado la posibilidad de que, tal vez lo que pasó esa noche, fue que lo picó una garrapata radioactiva?
Está bromeando por supuesto, pero no está muy alejado de la verdad. Esto no es una historieta y en San José no hay garrapatas radioactivas escapadas de un laboratorio, pero el evento, fuera lo que fuera, fue de esa misma naturaleza. Este es el origen cómo Carlos se convirtió en el Fermín.
Cuentos de superhéroes he escuchado muchos, y aun dejando de lado toda la cultura popular al respecto, creo que si un día descubro que soy invulnerable, sería ocasión para una celebración, no para un ataque de ansiedad.
Los cuentos de superhéroes son solo eso. Cuentos. En esas historias la gente que adquiere poderes es gente que ya deporsí es heroica. Los detalles incómodos los eliminan o los ignoran, porque no calzan con una historia feliz de heroísmo. Por ejemplo, considere esto, si usted fuera invulnerable, si nada lo puede dañar, ¿cómo se corta las uñas? Parece una consideración banal, lo sé. Pero brinquemos unos meses en el futuro: 2006. Carlos tiene las uñas tan largas que no puede usar sus manos. Su pelo no está larguísimo, pero es claro que pronto va a estar fuera de control.
¿No podía ni cortarse el pelo?
Tratamos con hachas, con sierras eléctricas, con fuego. Y para peores, con el paso del tiempo llegaban más y más cambios. Nosotros lo veíamos como un superhéroe, pero él se veía a sí mismo como un monstruo. Cuando él comenzó a detectar que ese era el rumbo por donde iban las cosas, básicamente se retiró de la sociedad. Se encerró en su apartamento y decidió nunca salir más. Sus amigos le llevábamos comida, le ayudábamos con cualquier mandado. Pero el vivía encerrado y deprimido. Nosotros lo apoyábamos, pero queríamos mantener la mayor distancia posible, algunos en el grupo sospechaban— sospechábamos, debería decir, que Carlos podría ser radiactivo. No lo es, dejemos eso claro. Eventualmente, Santiago, uno de los de nuestro grupo que estudiaba física nuclear, tomó prestado un contador Geiger y confirmamos que no había ningún peligro. Esto no tuvo ninguna influencia en su estado de depresión.
Pasaron los meses. Carlos pasaba entre ahuevado y alcoholizado. Dejamos de llevarle comida, dejamos de pagar la luz y el agua. Él dejo atrás todas esas necesidades mortales, y en una visita un día, nos dijo que quería terminar su propia vida. Que ya había tratado de muchas formas, pero el reto le resultaba imposible. Nos pidió ayuda. “Ustedes saben más, pueden tener más ideas. A mí no me da la jupa para más.”
Esto fue lo que motivó la primera reunión oficial de El Congreso. Éramos nueve. Todos sus amigos. Todos gente inteligente, informada. Algunos brillantes, aunque tampoco puedo decir que todos.
Un improbable grupo de genios.
No. Eso definitivamente no. Genios entre estos nueve, diría que había uno. Ese que ya mencioné, Santiago, el físico nuclear. Ese no es su verdadero nombre. Él votó por ayudarle a Carlos a matarse. Él convenció a los que no estaban de acuerdo. Su posición no era a favor de los derechos de Carlos, estaba más guiado por el miedo a lo que podría pasar. Hasta ese momento sabíamos algunas cosas que Carlos podía hacer: era invulnerable, no necesitaba comer ni beber, podía ver en la oscuridad. Pero no sabíamos lo que Carlos no nos decía. Por ejemplo, todos asumíamos que tenía fuerza superhumana, pero eso no era algo que ni nosotros, ni él hubiera puesto a prueba. Nadie estaba haciendo experimentos, solo sabíamos que sus poderes, por decirlo así, seguían incrementando.
Por el momento sabíamos que el alcohol todavía le afectaba. Entonces, decía Santiago, ¿qué va a pasar cuando este mae se emborrache a tal nivel que decida salir de la casa a hacer alboroto? Todos sabemos que es un borracho. Todos sabemos que se le mete el guaro vaquero. ¿Qué pasa cuando las noticias digan que un monstruo mató a alguien en un bar? ¿Y qué va a pasar con la policía cuando traten de arrestarlo? Siempre quise mucho a Kent, pero esta es una situación impredecible y garantizado, se va a salir de control. Carlos Kent con superpoderes: si es posible terminar con esto, por más que nos duela, es la mejor opción.
¿La mejor opción? ¿Consideraron alguna otra?
La otra opción era la formación del Congreso. Un grupo que tomara decisiones por él. Que gestionara sus poderes. Cómo mantener a Carlos feliz y seguro. Cómo asegurar que él no fuera un peligro para los demás. Si fuera posible, cómo aprovechar sus habilidades para el bien común.
Perdóneme por ser tan básico, pero, me imagino que no está hablando de ponerle un disfraz y mandarlo a atrapar criminales, ¿cierto?
No es su culpa pensar así, pero obviamente no. Le doy un ejemplo. Sabíamos cuál era su temperatura corporal el primer día. Sabíamos cuál era ahora, porque se la medimos. Era bastante más alta. Extrapolando, sabíamos que si el crecimiento seguía estable, en menos de cinco años superaría los cien grados. Ninguno de nosotros sabía de dónde venía esta energía, lo único que tenía sentido era radiactividad, pero confirmamos que eso no era. De todas formas, ideamos un concepto para una planta de energía eléctrica. Aprovechar esa energía para generar electricidad para el país. Carlos podría vivir esencialmente en una piscina gigante donde podríamos darles todas las comodidades y a la vez, convertir esa misma agua en vapor para generar energía limpia. Un plan a largo plazo, pero ese es un ejemplo del tipo de cosas de las que estoy hablando. El bien común. Ayudarle a la gente, no a los banqueros a evitar un robo.
¿Y ayudarlo a terminar con su propia vida les pareció preferible?
Las incógnitas era demasiadas. Era un poder enorme y en crecimiento, no sabíamos con lo que estábamos jugando, y siempre supimos que él era una persona un tanto impredecible.
Le hicimos una fiesta, una última cena, y luego fuimos juntos todos al volcán Arenal. Fue la mejor idea que tuvimos, el poder más destructivo al que teníamos alcance. Él subió solo hasta la cima. Nosotros manejamos veinte minutos hasta un mirador, y desde ahí lo veíamos con un telescopio. Llegó hasta la orilla de la caldera y saltó. Lloramos todos.
Cinco minutos después se abrió la tierra y Carlos “emergió”, su aspecto rocoso, humeante más similar al que tiene ahora. Había dejado de verse humano.
Y ahora no podía regresar a su casa. No ahora que se veía como un monstruo.
Correcto. Como grupo, tuvimos que encontrar una solución, de nuevo. Esto solidificó la dinámica que seguiríamos por el resto de nuestras vidas. Carlos decidió quedarse en el volcán. Decía que le gustaba. Yo eventualmente me mudé a la Fortuna para estar cerca, aunque eso fue solo por mi falta de visión… esta nueva capacidad de “emerger” desde la tierra significaba que las distancias no lo restringían. Por eso, aun hoy en día viviendo al otro lado del mundo, puedo seguir comunicándome con él. Aunque debo decir que la comunicación era un tema complicado, con este cambio perdió la capacidad de hablar. Funcionábamos solo con gestos y haciéndole preguntas de sí o no. Pero esencialmente lo que él comunicó fue que viaja por debajo de la tierra, no pudimos profundizar más allá de esa explicación. En términos prácticos, él podía transportarse a cualquier lugar del mundo casi instantáneamente. Eso nos dio ideas. En parte porque la mayoría éramos unos chancletudos idealistas. En parte porque sabíamos que él necesitaba un propósito.
Había una guerra. No le voy a decir cual, pero sí confieso que era un conflicto en un país del que no sabíamos lo suficiente. Le explicamos a Carlos quién era el malo y por qué. Lo mandamos a matar al líder del grupo terrorista. Éramos jóvenes, pesábamos que eso resolvería las cosas. Obviamente, ese líder fue reemplazado por otro. Él impacto en el conflicto fue mínimo, pero a nosotros nos hizo reflexionar acerca de nuestra propia ingenuidad. Diseñamos un plan más elaborado, lo que eventualmente pasó a llamarse “el primer ultimátum”. El mensaje lo tallamos sobre piedras de mármol. No le puedo explicar por qué, pero hicimos pruebas y el mármol tallado fue lo primero que encontramos que Carlos podía transportar consigo cuando se movía bajo la tierra. Tallamos una piedra para cada país, las traducciones las hicimos a como pudimos con herramientas en línea. Luego mandamos a Carlos a aparecerse en frente de los presidentes y dictadores de cada país y entregar el mensaje. Nos tomó varios días decidir cuál sería el orden correcto… cuál país primero y cuál después. Al final no importó, Carlos hizo todo simultáneamente. No sabemos si lo que hizo fue multiplicar su cuerpo, o algún tipo de distorsión temporal. Él tampoco lo sabe, pero resulta que estar en más de un lugar al mismo tiempo es una de sus habilidades.
¿Alguna vez cruzó por su mente, el pensamiento de que semejante cosa podría llevar a una guerra mundial?
Sí, claro. Todavía estoy convencida de que una tercera guerra mundial era— y es, inevitable. Pero el ultimátum era la única forma de evitar que estar tercera guerra fuera una guerra nuclear. Que esta tercera guerra, llegue cuando llegue, fuera una guerra de piedras y palos. La tercera, y no la cuarta como predijo Einstein.
¿Y ahora, dos décadas después, todavía siente que fue una buena idea?
Fue el fin de la guerra moderna. El fin de los tanques y los aviones de combate. De los misiles intercontinentales. El fin de las armas de fuego.
Muchos también apuntan al ultimátum como el inicio de una dictadura. Porque, el Fermín, o debería decir Carlos, o debería decir, usted y su grupo… no se conformaron con el fin de las armas de fuego. Eliminaron dictadores y déspotas de ultraderecha, forzaron la transición a energías renovables y guiaron al mundo hacia una época… pues algunos dirían que la intención era progreso y prosperidad, otros pondrían en duda qué tan exitoso ha sido el resultado. O si el precio que se ha pagado lo hace valer la pena.
Los que dudan del resultado, o los que cuestionan lo que hemos tenido que hacer para llegar donde estamos… ¿qué puedo decir? Mejor que se queden ahí donde están, dudando y quejándose en los márgenes y no en posiciones de liderazgo o toma de decisión. El mundo está en un buen lugar. ¿Un lugar perfecto? No. Pero mejor que dónde estaría sin El Fermín y sin El Congreso. Y como le dije, somos varios los que hemos dedicado la vida a esto. No vine a tomar el crédito ni a vanagloriarme.
No. Por supuesto que no. Porque todos estos cambios fueron hechos a la fuerza. Ultimátums sin espacio para negociación, órdenes básicamente, entregadas en losas de piedra por un ser que a los ojos de la mayoría no es ni mutante ni alienígena, sino divino. Una deidad que promete fuego y destrucción a quienes no sigan sus instrucciones al pie de la letra. ¿Suena un poco al Viejo Testamento, no? Así que no, no le estoy haciendo un cumplido. La estoy acusando de no sé cuantas muertes.
¿Que hay de las vidas que salvamos, de todo lo bueno…? ¿Sabe por qué le llaman el Fermín? San Fermín era un mártir asociado a la justicia y a la paz. ¿Cuánta prosperidad, cuanta vida, cuanto bueno hay hoy en el mundo que de otra forma no hubiera habido?
¿Quién es usted para pretender saber cuál era la alternativa? ¿Quién es usted para decidir quién merece vivir y quién no? ¿Dígame, donde estaba el Fermín cuando volvió a explotar la guerra en Medio Oriente, cuando las masacres en Centroamérica, las guerras del agua en El Sahel? Es cierto, no hubo armas de fuego. Fueron masacres de machete, guerras con lanza y escudo. ¿Y? ¿Acaso son esas menos sufridas? ¿Dónde estaba el Fermín cuando mataron a mi hermano en Honduras por el crimen de tener cara de indio?
Es imposible estar siempre en todo lado.
¡Usted acaba de decirme que él puede ser omnipresente cuando le da la gana!
¿Cómo puedo yo decidir que una gente tiene derecho a tal rio, pero no a tal otro? ¿Cómo puedo decir que gente de una nacionalidad tiene derecho a un pedazo de tierra, pero no al otro? ¿Cómo puedo elegir un bando en conflictos donde aún si tuviera el contexto completo y ambas perspectivas, aun así, son irreconciliables?
Si usted bien sabe que esas preguntas no tienen respuestas, entonces dígame: dice que su intención no es vanagloriarse. Su intención es contar la historia de Carlos, celebrarlo a él, su heroísmo o su sacrificio dependiendo de cómo lo vea uno, pero no solo eso ¿cierto? Usted también está aquí para contarme cómo termina esta historia.
[Ana María se quedó en silencio por un minuto entero. Su mirada finalmente se fijó en la ventana. En el mundo de afuera. Luego su atención regresó a la mesa, a nuestra conversación. Continuó, pero sentí que su disposición ya era otra. Resignada, pensé en ese momento, aunque en retrospectiva veo que no era eso. Era decidida. Determinada. Llena de coraje.]
Le dije que Carlos siempre estuvo enamorado de mí. Le dije que eso era clave, pero… ¿entiende por qué?
Prefiero escucharlo de usted.
Carlos nunca escuchó las instrucciones del Congreso. El viejo Carlos nunca lo habría hecho, siempre fue un necio y un vago. Hacía lo que le daba la gana y honestamente, disfrutaba de mortificar y contradecir a sus amigos. Carlos nunca supo de la existencia del Congreso. Él solo me escuchó a mí.
Si eso es cierto, eso la convierte en la mujer más poderosa de la tierra.
En la más miserable, tal vez. Carlos no habla, se lo dije, pero siempre lo veo en sus ojos. Sus ojos todavía son los mismos y todavía me miran de la misma forma, lo que me dice que, ahí adentro, su corazón todavía es el mismo. ¿Qué va a pasar ahora que su corazón finalmente está roto? Ahora que sabe que yo ya no puedo seguir negándome una vida sentimental solo para mantener la tenue influencia que tengo sobre él. No pude más, decidí hace un tiempo que no lo voy a seguir haciendo. Me encontré con él ayer por la noche. Le conté que estoy viendo a alguien, que estoy enamorada. Que mis pensamientos son para otro.
¿Realmente le dijo eso? ¿Cómo reaccionó?
Se fue. Simplemente se fue. Se hundió en la tierra, descendió, hacia un volcán o hacia el centro de la planeta, no sé.
¿Qué le dice su instinto? No piense en lo que haría el Fermín. ¿Qué habría hecho Carlos?
Probablemente lo que hizo la última vez que se sintió rechazado. Se encerró en la oscuridad, sin intención de volver a salir. De todas formas, lo que mi instinto me dice es que maté a Carlos. Ahora el Fermín es lo único que queda.
* * *
Antes de que pudiera hacer otra pregunta, Ana María se puso de pie. Dejó caer un par de euros sobre la mesa y recogió su abrigo. ¿Pero qué va a pasar ahora? Le pregunté. No sé, me dijo, no tengo idea. Lo dejo en sus manos, agregó, decida usted. Publique este obituario, o no. Haga lo que quiera.
Después de eso salió al frío y no la vi más.
Yo estaba furioso. Quería gritarle algo, pero no sabía qué. Si la historia era cierta o no, era lo mismo porque no me dio ninguna evidencia. El asunto seguirá siendo un misterio, la gente seguirá creyendo lo que más le convenga y esta historia se unirá a las otra mil que intentan explicar al Fermín.
Me imagino este mismo café, el Hawelka, después de que le pasen mil años por encima. Y después de otros mil. Me imagino a Carlos caminando por entre los restos del mundo. Entre ruinas de concreto y acero radioactivo, recordando los viejos tiempos cuando había algo más en este mundo aparte de él.
O tal vez me imagino a unos arqueólogos del futuro encontrando las ruinas de este lugar. No significara nada para ellos. Pero para mí significa que todavía en esos tiempos habrá gente. Con suerte, es gente que olvidó que todo esto pasó. Gente que sobrevivió y que prosperó, no por miedo a la furia de un ser omnipotente, sino a punta de bondad y de sentido común.
Buenísimo. Los tintes lovecraftianos del inicio le quedan muy bien a la historia. Sentí un poco de Kafka por la mitad, que le va excelente también.
De todo el Onigrafo, éste y Cibeles son mis favoritos. Y éste es el mejor. Felicidades, muy buen logro. Esperando con ganas los próximos.
Me fascinó. Incluso estuve pensándolo como un corto audiovisual. El ritmo, con el inicio totalmente misterioso y cómo vas entregando la historia poco a poco lo hace perfecto. Qué un Dios pueda ser un tal Carlos Kent (o cualquier otra persona común y corriente) es genial. Que al final, la historia pueda ser verdad o totalmente una invención de "Ana María" lo hace aún mejor, porque no hay evidencia.
Espero más gente se tome 15 minutos para leer La verdad acerca de Carlos Kent.